viernes, 23 de abril de 2010

Esencia

La vió alejarse a través de los herrumbrados barrotes que lo separaban del resto del mundo. Su figura marchaba lento, casi lastimosamente, mientras él la sentía desaparecer, con un nudo en el pecho y en el alma, porque sabía que nunca más la iba a poseer.
Hacía calor, mucho. El verano suele ser cruel con aquellos que no le son indiferentes, o que no pueden combatirlo. La siesta se difuminaba junto con el canto de las chicharras y algún vehículo furtivo, que rompía con la monotonía del silencio. A él nada de eso le importaba ya. Ella se había ido y no iba a volver, y en su mente sólo resonaban las últimas palabras que alcanzó a escuchar, antes de perderse en sus pensamientos. “Vos no podés seguir así José. Esto ya es demasiado, ya no te puedo seguir esperando más, ya no puedo aguantarme más estas cosas… por favor, olvidate de mí. No me busques más… si papá se entera de que me volvés a buscar, no sé que es lo que puede pasar… ¡Por favor! ¡No digas nada! ¡Olvidate de mí!”
Si fuera tan fácil. ¡Cómo deseaba poder volver atrás! Volver a esa tarde cuando la conoció, mientras bajaba del camión los materiales que habían comprado para el nuevo living. ¿Por qué tuvo que pedirle al jefe que lo deje trabajar un par de horas extras? Si no la hubiese visto nunca, ahora estaría con su mujer, y no en ese lugar. Y mientras más pensaba, más volvía a esas palabras, a esas lanzas que lo tenían clavado y casi no lo dejaban respirar.
Todavía sentía en el aire su perfume, aunque sabía que nunca se lo iba a olvidar. Lo llevaba siempre consigo, desde que ese día pudo acercarse lo suficiente como para saborearlo, antes de cruzar su mirada con ella.
La culpa lo carcomía. Pensaba en Karina, y en Lalo, que con sus siete años ya sabía lo que era salir a la calle y arreglárselas solo. Nunca le pidió nada, porque había aprendido que la poca plata que había en la casa, era para patear, para salir adelante jornada tras jornada. Y él, que nunca les dio nada, a ella le dio todo, incluso lo que jamás iba a conseguir como fletero. Es que ella se lo merecía. Ella le había enseñado lo que era perder la razón por una mujer. Lo que era perder incluso la dignidad. Pero todo lo valía. Era lo más cerca que había estado a un ángel, y todo valía por un segundo de su piel.
“Basta, no quiero que sigas más con esas cosas, vayámonos, estemos juntos” le había dicho tan solo dos días atrás. Ni siquiera lo pensó. Alguien le prestó un “fierro” y así como estaba salió a la calle. ¿Cómo iba a hacer para irse, sin un solo peso en el bolsillo? Debía conseguir lo suficiente para ella y para Lalo. La culpa lo carcomía. Karina sabía cuidarse sola, e incluso le daría la libertad que él sabía que anhelaba.
El camión se negaba a arrancar, como era costumbre, solo pocos sabían como mimarlo hasta que el motor cedía. Nunca llegó a la dirección a la que lo habían mandado. Ya conocía su destino, pero iba a pagar muy caro su improvisación.
Ahora ya era tarde para lamentos. El policía lo vio antes de lo debido y tuvo que jugarse. Era su vida o la de él. Y no dudó.
Hacía calor. En la celda no había ni siquiera ventanas. El no las necesitaba. La siesta se difuminaba junto con el canto de las chicharras, y un gemido sordo rompió la monotonía del silencio.
No hubo nada que hacer. El cuerpo yacía inerte, desangrado, al costado de la cama, y el filo del vidrio ejecutor narraba la escena a quien quiera escucharla. Ya no había vuelta atrás. Ya se había ido a perseguir su perfume, su esencia.