La dicha y la desdicha...
El pequeño espacio entre el bien y el mal, donde he decidido sembrar las semillas de mi mente y cultivar el ultrajado fruto del ir y venir cotidiano...
lunes, 20 de enero de 2014
El asentidor...
El asentidor es esa persona que siempre te mira a los ojos en una conversación, y con un gesto de preocupación, de alegría, de tristeza, o más complejo aún, una combinación de todos estos, asiente con la cabeza -como un "sí" constante- acompañado o no, de expresiones cortas que siempre, pero siempre, se relacionan estrechamente con lo que se les va relatando: "claaaaro", "si, si, mas vale", "seguro, seguro", "pero si, por supuesto...".
El asentidor es el compañero de charlas perfecto para los viejos que, justamente, se retroalimentan de ellos... es una combinación explosiva. Tener un amigo asentidor, estar en una cola de un banco, con gente ansiosa por escupir monólogos, puede ser catastrófico, o no.
Son los amigos perfectos para esas anécdotas que nadie más quiere escuchar... esos chistes que dan arcadas, o esas desventuras de fin de semana... siempre van a estar ahí, mirándote a los ojos, riendo o acongojándose con vos... aunque no busques consejos... un simple "y vos que pensás", puede destruir su fachada...
Es la pareja ideal de toda mujer. El noviecito simpático de la nena, que acuerda con todas las ideologías de la mesa del domingo... es peronista si el tío es peronista, está de acuerdo con la pena de muerte, el aborto, la asignación universal, el aumento a los colectiveros, la mano dura a los delincuentes, el juicio a las mujeres que abortan, el radicalismo, los k, los antik, le gusta Lanata pero mira 678, y si el suegro es hincha de boca, y el cuñado, de river, a el no le gusta el fútbol... Es asentidor pero no boludo.
Pero como todas las cosas de este mundo, estos amigos, tambien tienen sus contraindicaciones... jamás lo lleves con vos a comprarte ropa. O sí, pero dejalo haciendo su trabajo con tu hermano... pero no le preguntes si esa zapatilla es mejor que aquella otra, o si el chupín verde musgo, horroroso, combina con esa musculosa negra cuello en v. Ahorrate muchos disgustos, o aprendé a elegir ropa solo, cosa para la cual los hombres no hemos nacido. Y, de más está decirlo, ahorrale momentos de estrés a él. Asentir a mamarrachadas es muy estresante.
Por otro lado, nunca, le pidas su opinión sobre cosas personales... vas a terminar mal. Salvo que lo que necesites sea ese "sí, me parece perfecto" que estás buscando para decidirte... en ese caso, es el socio ideal...
Todos tenemos ese amigo asentidor, todos sabemos quien es un asentidor... el lo sabe...
Lo mejor es llevarlo a tu casa, sentarlo con tu mamá y un termo con mate, y que haga su gran trabajo...
Salud por los amigos asentidores!
martes, 7 de junio de 2011
Un saludo a la nostalgia
Anoche me pasó algo muy raro. Había sido uno de esos días largos, tediosos, donde la noche no es más que un nexo entre el descanso, y la nueva jornada. Nada me hacía ni siquiera imaginar lo que iba a suceder en el momento en que mi mente se dejara llevar por los viajes del sueño. Había algo diferente. Lo noté, pero sin demasiada atención. Cómo todo bicho de pueblo chico, en las breves imágenes que se proyectan como flashes antes de descansar: recuerdos del día pasado, de los compromisos a realizar, etc., también hubo un pequeño rincón para mi tierra natal, mi Chajarí.
Apagué la luz, después de haber programado el celular, en su papel de despertador, y lentamente comencé a dejarme llevar por el silencio, interrumpido a regulares lapsos, por el viento chocando contra la ventana. Estaba por llover y hacía mucho frío.
Me desperté con esa misma sensación extraña. Algo diferente. Además tenía la impresión de no haber dormido lo suficiente, pero ésta es constante y ya conocida.
En la cocina se escuchaban ruidos, y supuse que mi madre ya se había levantado. En efecto, el café con leche ya estaba servido. Al instante reconocí, como otras tantas veces, lo imaginario de mi estado. Pero este sueño no era igual a los demás. Era más bien un recuerdo vívido, en donde los sentidos recogen y enseñan de la misma manera que al estar despierto. Mi casa era diferente. Era la misma, pero diferente a su estado actual. La recorrí con la mirada, sin dejar de sorprenderme por los cambios que se habían ido dando a lo largo del tiempo. Calculé mi edad en base a la disposición de muebles, utensilios, adornos. Tenía 8 años. Pero no me sentía de esa edad, y recordaba incluso, con lujo de detalles, mi completa jornada cordobesa del día anterior. El espejo del baño me devolvió la imagen de una persona adulta, con ojos desorbitados.
Inmediatamente, y casi con desesperación, corrí hasta la puerta trasera que daba al patio. Quería ver si estaba ahí mi refugio de largas siestas. Allí estaba. El galponcito donde mi abuelo guardaba sus cachivaches estaba tan altivo como cuando era una realidad. Pero en ese momento era real. Lo recorrí entero, con un nudo en el pecho, casi al borde de las lágrimas, y en cada uno de los lugares donde mi mirada se detenía, aparecían memorias, y nostalgias.
Estaba extasiado. No quería despertarme más. Sentía dentro de mí volver a nacer ese chico travieso, que incansablemente trepaba a los árboles, imaginaba juegos y disfrutaba de ese momento único, que es ser niño. Recorrí el patio, saludé a las gallinas, que bajo el naranjo, cacareaban como si su tiempo nunca hubiera sido interrumpido. ¡No sabía que hacer! Tenía ganas de recorrerlo todo, de no perderme nada, pero era tanto que no sabía por donde comenzar. De pronto escuché el ruido de una pelota chocando contra una pared, y un grito de gol estrujó mi pecho. ¡El campito! ¡De la alegría no lo había visto! Más de una noche había fantaseado con derrumbar el edificio que había puesto punto final a ese terreno en donde supe ser tan feliz. En donde una pelota y un grupo de chicos crecieron de la mano de la inocencia, y que había terminado por sucumbir ante el progreso del pueblo. Llevé despacio, con un poco de miedo, la vista al alambrado que separaba nuestro terreno, del campito, y ahí estaba el Walter, atajando en el arco que supimos hacer con palos –robados del galponcito de mi abuelo- un día de lluvia. Estuve a punto de saltar para ir a jugar, cuando recordé esa imagen en el espejo. Yo ya estaba viejo. Ya no era un par más, y tuve que conformarme con espiarlos desde el borde de una pared. Estaban todos, Walter, Matías, Gusti y Nicolita, los hermanos, Victor, y Gustavo. ¡Imploré volver a ser de esa estatura! Más de nada sirvió. No podía dejar de mirarlos, y sentí casi como un impulso, la necesidad de contarles quién era yo, y como iban a ser después de muchos años. De cómo iba a ser Chajarí. De decirles que disfruten el triple de ese campito, al que no le quedaban más que unos años, y de decirles a todos, lo feliz que me habían hecho en mi infancia. Mis primeros amigos.
En cierto momento, la pelota cayó a pocos centímetros del alambrado, y no tuve más remedio que alejarme, porque no quería ser el causante de un gran susto.
Volví a casa, a hablar con mis viejos. Quería contarles, quería verlos. Aún en sueños, los tenía cerca. ¡Mi abuelo! ¡Mi abuelo todavía estaba en casa! Corrí, con muchos nervios, hasta la puerta de su habitación, pero no logré entrar. Sabía, en el fondo, que no iba a poder hacerlo. Que ese sueño quizás no estaba destinado a eso.
Di la vuelta, yendo nuevamente por el patio, rodeando la casa para salir por el costado, y sentí el olor del níspero bien maduro. Sin saber como, estaba en plena siesta, e inconscientemente me apuré y comencé a correr. Iba tan rápido que casi no alcanzo a frenar y estuve a muy poco de llevarme por delante el portón naranja. No lo recordaba, pero ahí estaba, junto con el alambre que dividía la vereda del jardín. Ya sabía adonde quería ir y hacía allá me dirigí. En el último instante, recordé algo y quise verlo aunque sea de lejos. Giré la cabeza sin dejar de correr, ya en plena San Martín y Rivadavia, y ahí estaba. El celeste inconfundible del Renault 12 me saludó a lo lejos, y yo, con sus recuerdos, seguí mi camino.
Las calles seguían altivas e inalterables, como si el tiempo no hubiese avanzado. Pero en sus veredas, aparecían aquellas paredes que ya nunca más creí ver. Casas que fueron dando paso a nuevas casas, baldosas que se transformaron en otras baldosas. Y de repente, un abrupto ripio me recibió inalterable, naciendo por sobre la muerte del cemento. Ya llegaría el asfalto en un par de años.
Y mi camino seguía, cada vez con más ansiedad. Hasta que finalmente comencé a escuchar los chirridos regulares de esas viejas hamacas rojas de madera, de esos sube y baja y toboganes altos, tan altos como nunca ví en otros parques. Tan altos que metían miedo a la primera vez, que se hacía una segunda, una tercera y muchas más. Y la arena. La arena que ya había olvidado, que invitaba a revolcarse en ella, transformándose horas más tarde en retos de madre enojada. Ahí estaba el parque, mi parque Tambor de Tacuarí, con su potro de latón, sostenido por despintadas cadenas, y su eterno pasamanos, que hacía más de arco de fútbol, que de pasamanos en sí.
Recorrí su gastado murito, y sentí ganas de arrastrarme por el túnel de tubos, pero el tiempo se iba demasiado rápido, y había tanto por ver.
Aun sentía ese olor a siesta, a infancia, y me ví nuevamente en mi casa. La Pili con su negrura recién estrenada, me reconoció, y la abracé con mucho amor. Sabía que los perros no entienden nuestro idioma, pero no pude evitar darle las gracias por sus quince años del más puro y fiel amor. Y le pedí perdón por no haber estado ahí el día que decidió dejarnos, cansada quizá de sus males.
De pronto escucho un sonido lejano, y que tardé solo un segundo en reconocer. El sonido de la vieja radio transmitiendo fútbol no hizo más que llamarme silenciosamente, y me hallé frente a mi abuelo. Sentado, sonriente, recién afeitado, como cada siesta, con sus lentes y su diario.
-¡Pensé que no te iba a poder ver, abuelo!
-Se te está haciendo tarde, mi nieto…
-Abuelo, ¡te extraño mucho! ¡Te fuiste de golpe!
-Todas estas cosas que viste hoy, fueron para hacerte recordar que muchas veces parecemos tocar fondo, y lo realmente importante son las cosas que uno lleva adentro, y que siempre están en el corazón… son la esencia de la vida… lo que hace a uno como persona, lo que la construye, lo que la forma y le da ser. Nunca te olvides de eso. Cada vez que sientas que no podés más, o que cuesta mucho, está este… tu lugar… y podés volver siempre que necesites. Esto sos vos.
-¡Pero cómo cuesta a veces, abuelo...!
-Así es la vida, m’hijo, pero siempre tenés motivos por luchar, por salir adelante…
El sonido era diferente. Una alarma se encendía en mi conciencia, ganando volumen. No quería abrir los ojos, pues sabía donde iba a despertar. El viento seguía chocando contra la ventana, y el olor a lluvia se dejaba sentir.
Un nuevo día comenzaba, pero ya nada iba a ser igual.
Me sentía diferente. Buscaba aún, encontrarme con viejos recuerdos, pero la realidad me golpeó inevitablemente. Había vuelto.
Me dispuse a vestirme. El café tenía un sabor exquisito, y el aire estaba más puro.
Apurado, casi olvido mis apuntes, que habían quedado en el mueble de mi habitación, y vuelvo rápidamente a buscarlos. Casi al llegar siento una molestia en el pie. Inconscientemente me saco las zapatillas, y una fina hilera de blanca arena me saludó desde el piso.
Apagué la luz, después de haber programado el celular, en su papel de despertador, y lentamente comencé a dejarme llevar por el silencio, interrumpido a regulares lapsos, por el viento chocando contra la ventana. Estaba por llover y hacía mucho frío.
Me desperté con esa misma sensación extraña. Algo diferente. Además tenía la impresión de no haber dormido lo suficiente, pero ésta es constante y ya conocida.
En la cocina se escuchaban ruidos, y supuse que mi madre ya se había levantado. En efecto, el café con leche ya estaba servido. Al instante reconocí, como otras tantas veces, lo imaginario de mi estado. Pero este sueño no era igual a los demás. Era más bien un recuerdo vívido, en donde los sentidos recogen y enseñan de la misma manera que al estar despierto. Mi casa era diferente. Era la misma, pero diferente a su estado actual. La recorrí con la mirada, sin dejar de sorprenderme por los cambios que se habían ido dando a lo largo del tiempo. Calculé mi edad en base a la disposición de muebles, utensilios, adornos. Tenía 8 años. Pero no me sentía de esa edad, y recordaba incluso, con lujo de detalles, mi completa jornada cordobesa del día anterior. El espejo del baño me devolvió la imagen de una persona adulta, con ojos desorbitados.
Inmediatamente, y casi con desesperación, corrí hasta la puerta trasera que daba al patio. Quería ver si estaba ahí mi refugio de largas siestas. Allí estaba. El galponcito donde mi abuelo guardaba sus cachivaches estaba tan altivo como cuando era una realidad. Pero en ese momento era real. Lo recorrí entero, con un nudo en el pecho, casi al borde de las lágrimas, y en cada uno de los lugares donde mi mirada se detenía, aparecían memorias, y nostalgias.
Estaba extasiado. No quería despertarme más. Sentía dentro de mí volver a nacer ese chico travieso, que incansablemente trepaba a los árboles, imaginaba juegos y disfrutaba de ese momento único, que es ser niño. Recorrí el patio, saludé a las gallinas, que bajo el naranjo, cacareaban como si su tiempo nunca hubiera sido interrumpido. ¡No sabía que hacer! Tenía ganas de recorrerlo todo, de no perderme nada, pero era tanto que no sabía por donde comenzar. De pronto escuché el ruido de una pelota chocando contra una pared, y un grito de gol estrujó mi pecho. ¡El campito! ¡De la alegría no lo había visto! Más de una noche había fantaseado con derrumbar el edificio que había puesto punto final a ese terreno en donde supe ser tan feliz. En donde una pelota y un grupo de chicos crecieron de la mano de la inocencia, y que había terminado por sucumbir ante el progreso del pueblo. Llevé despacio, con un poco de miedo, la vista al alambrado que separaba nuestro terreno, del campito, y ahí estaba el Walter, atajando en el arco que supimos hacer con palos –robados del galponcito de mi abuelo- un día de lluvia. Estuve a punto de saltar para ir a jugar, cuando recordé esa imagen en el espejo. Yo ya estaba viejo. Ya no era un par más, y tuve que conformarme con espiarlos desde el borde de una pared. Estaban todos, Walter, Matías, Gusti y Nicolita, los hermanos, Victor, y Gustavo. ¡Imploré volver a ser de esa estatura! Más de nada sirvió. No podía dejar de mirarlos, y sentí casi como un impulso, la necesidad de contarles quién era yo, y como iban a ser después de muchos años. De cómo iba a ser Chajarí. De decirles que disfruten el triple de ese campito, al que no le quedaban más que unos años, y de decirles a todos, lo feliz que me habían hecho en mi infancia. Mis primeros amigos.
En cierto momento, la pelota cayó a pocos centímetros del alambrado, y no tuve más remedio que alejarme, porque no quería ser el causante de un gran susto.
Volví a casa, a hablar con mis viejos. Quería contarles, quería verlos. Aún en sueños, los tenía cerca. ¡Mi abuelo! ¡Mi abuelo todavía estaba en casa! Corrí, con muchos nervios, hasta la puerta de su habitación, pero no logré entrar. Sabía, en el fondo, que no iba a poder hacerlo. Que ese sueño quizás no estaba destinado a eso.
Di la vuelta, yendo nuevamente por el patio, rodeando la casa para salir por el costado, y sentí el olor del níspero bien maduro. Sin saber como, estaba en plena siesta, e inconscientemente me apuré y comencé a correr. Iba tan rápido que casi no alcanzo a frenar y estuve a muy poco de llevarme por delante el portón naranja. No lo recordaba, pero ahí estaba, junto con el alambre que dividía la vereda del jardín. Ya sabía adonde quería ir y hacía allá me dirigí. En el último instante, recordé algo y quise verlo aunque sea de lejos. Giré la cabeza sin dejar de correr, ya en plena San Martín y Rivadavia, y ahí estaba. El celeste inconfundible del Renault 12 me saludó a lo lejos, y yo, con sus recuerdos, seguí mi camino.
Las calles seguían altivas e inalterables, como si el tiempo no hubiese avanzado. Pero en sus veredas, aparecían aquellas paredes que ya nunca más creí ver. Casas que fueron dando paso a nuevas casas, baldosas que se transformaron en otras baldosas. Y de repente, un abrupto ripio me recibió inalterable, naciendo por sobre la muerte del cemento. Ya llegaría el asfalto en un par de años.
Y mi camino seguía, cada vez con más ansiedad. Hasta que finalmente comencé a escuchar los chirridos regulares de esas viejas hamacas rojas de madera, de esos sube y baja y toboganes altos, tan altos como nunca ví en otros parques. Tan altos que metían miedo a la primera vez, que se hacía una segunda, una tercera y muchas más. Y la arena. La arena que ya había olvidado, que invitaba a revolcarse en ella, transformándose horas más tarde en retos de madre enojada. Ahí estaba el parque, mi parque Tambor de Tacuarí, con su potro de latón, sostenido por despintadas cadenas, y su eterno pasamanos, que hacía más de arco de fútbol, que de pasamanos en sí.
Recorrí su gastado murito, y sentí ganas de arrastrarme por el túnel de tubos, pero el tiempo se iba demasiado rápido, y había tanto por ver.
Aun sentía ese olor a siesta, a infancia, y me ví nuevamente en mi casa. La Pili con su negrura recién estrenada, me reconoció, y la abracé con mucho amor. Sabía que los perros no entienden nuestro idioma, pero no pude evitar darle las gracias por sus quince años del más puro y fiel amor. Y le pedí perdón por no haber estado ahí el día que decidió dejarnos, cansada quizá de sus males.
De pronto escucho un sonido lejano, y que tardé solo un segundo en reconocer. El sonido de la vieja radio transmitiendo fútbol no hizo más que llamarme silenciosamente, y me hallé frente a mi abuelo. Sentado, sonriente, recién afeitado, como cada siesta, con sus lentes y su diario.
-¡Pensé que no te iba a poder ver, abuelo!
-Se te está haciendo tarde, mi nieto…
-Abuelo, ¡te extraño mucho! ¡Te fuiste de golpe!
-Todas estas cosas que viste hoy, fueron para hacerte recordar que muchas veces parecemos tocar fondo, y lo realmente importante son las cosas que uno lleva adentro, y que siempre están en el corazón… son la esencia de la vida… lo que hace a uno como persona, lo que la construye, lo que la forma y le da ser. Nunca te olvides de eso. Cada vez que sientas que no podés más, o que cuesta mucho, está este… tu lugar… y podés volver siempre que necesites. Esto sos vos.
-¡Pero cómo cuesta a veces, abuelo...!
-Así es la vida, m’hijo, pero siempre tenés motivos por luchar, por salir adelante…
El sonido era diferente. Una alarma se encendía en mi conciencia, ganando volumen. No quería abrir los ojos, pues sabía donde iba a despertar. El viento seguía chocando contra la ventana, y el olor a lluvia se dejaba sentir.
Un nuevo día comenzaba, pero ya nada iba a ser igual.
Me sentía diferente. Buscaba aún, encontrarme con viejos recuerdos, pero la realidad me golpeó inevitablemente. Había vuelto.
Me dispuse a vestirme. El café tenía un sabor exquisito, y el aire estaba más puro.
Apurado, casi olvido mis apuntes, que habían quedado en el mueble de mi habitación, y vuelvo rápidamente a buscarlos. Casi al llegar siento una molestia en el pie. Inconscientemente me saco las zapatillas, y una fina hilera de blanca arena me saludó desde el piso.
lunes, 19 de julio de 2010
Testigo
Cuando todo era nada, cuando a cada cosa le era asignada la identidad que llevaría a cuestas por el resto de los tiempos, fue ahí cuando empezó.
Nunca encontró la felicidad, aunque la reflejó miles de veces. Por segundos, era dueño de rostros ajenos, aunque después venía el vacío mismo, la ausencia de ser. Era viejo, muy viejo. Había sido creado más de cien años atrás, por encargo de uno de los señores más influyentes de esa época. Era valioso, pero a él eso no le importaba.
Fue consejero silencioso de uno de los más altos linajes del país y su compañía representaba mucho más que una simple herencia. Era el signo de un gran poder. Había mimetizado grandes hombres y mujeres, y siempre lo supo.
Nunca entendió bien a los hombres, hasta su partida. Su gran sabiduría para muchas cosas, se contrastaba con el peor de los pecados. Creerse más que los demás.
Aun así, él siempre los envidió. Ellos eran. Simplemente eso. Eran.
Ese acto tan simple lo trastornaba. Lo torturaba. El también quería ser.
Una noche de las tantas, monótona como todas, su existencia dio un vuelco excepcional. Estaba acostumbrándose a su nuevo hábitat en la sala de reuniones de la casona y lo vio. Él le iba a dar un nuevo significado, iba a revolucionar todo su diminuto mundo.
Comenzó primero sin darse cuenta. Ya no le prestaba atención a los diálogos apagados, porque eran siempre iguales. Con variaciones, pero iguales.
Pero él no. Él era diferente a todo lo que antes había visto. Casi sin querer, logró escucharlo hablar con el que parecía ser su padre. Lo vio secarse los ojos, seguramente mojados a causa de alguna congoja, de las que tanto había contemplado. Lo vio abrazarse, y lo escuchó prometiendo cosas. Cosas insignificantes, pero cosas al fin.
Cayó la tarde, pasaron horas de oscuridad vana. El brillo del candelabro por fin lo sacó del gran sopor en el cual se había visto envuelto. Otra vez él. Esta vez aconsejaba a una bella mujer, su madre. Fue en ese momento en que sucedió. Primero, resonaron palabras huecas, toscas. A medida que iba dándole significado a las frases que iba diciendo, comenzaba a sentir una sensación extraña. Estaba contento, casi feliz. Lo único que opacaba su alegría, era el hecho de volver a comprobar que los hombres nuevamente lo desilusionaban.
Pero eso era algo que sabía, que ya conocía. Lo que estaba transcurriendo en esa sala era lo que iba a cambiarlo para siempre.
Ese hombre le iba a enseñar sin saberlo, a redescubrirse. A poder descansar en paz.
Allí estaba, tomando la mano de la señora, enjuagando otra vez sus lágrimas, profiriendo palabras dotadas de una gran teatralidad, casi gimiendo. Era sorprendente, casi mágico. Su madre creía todo. ¡Cómo no iba a hacerlo!
Si hubiese podido, hubiese temblado. Casi de idéntica forma, las mismas frases que había escuchado antes, en horas de la siesta y siendo otro el destinatario, ahora daban forma a sus labios.
Al principio fue difícil. No lo comprendió. Tuvo que esforzarse, puesto que ese hombre era muy diferente a él y a todos los que había visto antes. “Tan diferente, pero tan igual”.
Pasaron semanas, meses, y fue espectador de tantas conversaciones, confesiones, llantos y abrazos, que amó a ese humano.
Era un hombre de poder. Así lo parecía. Y se había hecho poderoso con el correr de los años, en gran parte, gracias a palabras que habían cobrado protagonismo en ese lugar, con él como testigo silencioso.
Aprendió que había tardes que era necesario reír. Otras, que era necesario insultar. Otras más, en las que era mucho mejor callar, y dejar hablar. Otras, en donde las promesas o juramentos, eran la firma de pactos tácitos. Y todas, acompañadas de sus correspondientes expresiones. Por que también eso hacía ese hombre. Podía, si la situación lo requería, dotar de una gran dulzura a su voz. Y también de un gran odio. Sus gestos, eran el postre a semejante banquete. Muchas veces lo imitó, forzosamente, cuando los practicaba.
Esa tarde, cuando finalmente llegó su hora, se fue feliz. A las seis, después del té con un majestuoso caballero, futura víctima de sus dotes, escuchó las últimas palabras de los humanos.
Fue rápido, sin dolor. Repentino. Pero ya estaba preparado. Había visto mucho y había comprendido aún más.
Ese hombre, su maestro, fue también su verdugo. A las seis, después del té, lentamente caminó hacia él. Lo miró. Se miraron. Sus ojos tenían esa expresión de la batalla ganada. La había visto muchas veces ya.
Estaba tan cerca como nunca antes lo había estado. Y sucedió. Nunca supo si fue sin querer, o una parte más de su gran obra. Lo mismo daba. El tropiezo fue breve, corto. Aún así, terminó en el piso, aferrándose a sus bordes, a su silueta, en un intento por evitar la caída, o hacerla más aparatosa.
Sintió quebrarse. Vio las luces lentamente esfumarse, y supo que era el final.
Escuchó su llanto, fingido o no. Nunca lo sabría. Del otro lado llegó el consuelo. Lo último que oyó.
“No te preocupes, es sólo un espejo”
Ahora ya descansaba. Su tiempo había terminado. La misión había sido muy simple. Reflejar, imitar, copiar. La cumplió de la mejor manera. Era fácil para él. Había sido creado para eso.
Ahora sabía el gran poder de los hombres. Su gran arma no eran los rifles, los tanques, los aviones. Su gran arma eran las palabras, los gestos, el llanto, los gemidos.
Su gran arma era que podían imitarlo.
Nunca encontró la felicidad, aunque la reflejó miles de veces. Por segundos, era dueño de rostros ajenos, aunque después venía el vacío mismo, la ausencia de ser. Era viejo, muy viejo. Había sido creado más de cien años atrás, por encargo de uno de los señores más influyentes de esa época. Era valioso, pero a él eso no le importaba.
Fue consejero silencioso de uno de los más altos linajes del país y su compañía representaba mucho más que una simple herencia. Era el signo de un gran poder. Había mimetizado grandes hombres y mujeres, y siempre lo supo.
Nunca entendió bien a los hombres, hasta su partida. Su gran sabiduría para muchas cosas, se contrastaba con el peor de los pecados. Creerse más que los demás.
Aun así, él siempre los envidió. Ellos eran. Simplemente eso. Eran.
Ese acto tan simple lo trastornaba. Lo torturaba. El también quería ser.
Una noche de las tantas, monótona como todas, su existencia dio un vuelco excepcional. Estaba acostumbrándose a su nuevo hábitat en la sala de reuniones de la casona y lo vio. Él le iba a dar un nuevo significado, iba a revolucionar todo su diminuto mundo.
Comenzó primero sin darse cuenta. Ya no le prestaba atención a los diálogos apagados, porque eran siempre iguales. Con variaciones, pero iguales.
Pero él no. Él era diferente a todo lo que antes había visto. Casi sin querer, logró escucharlo hablar con el que parecía ser su padre. Lo vio secarse los ojos, seguramente mojados a causa de alguna congoja, de las que tanto había contemplado. Lo vio abrazarse, y lo escuchó prometiendo cosas. Cosas insignificantes, pero cosas al fin.
Cayó la tarde, pasaron horas de oscuridad vana. El brillo del candelabro por fin lo sacó del gran sopor en el cual se había visto envuelto. Otra vez él. Esta vez aconsejaba a una bella mujer, su madre. Fue en ese momento en que sucedió. Primero, resonaron palabras huecas, toscas. A medida que iba dándole significado a las frases que iba diciendo, comenzaba a sentir una sensación extraña. Estaba contento, casi feliz. Lo único que opacaba su alegría, era el hecho de volver a comprobar que los hombres nuevamente lo desilusionaban.
Pero eso era algo que sabía, que ya conocía. Lo que estaba transcurriendo en esa sala era lo que iba a cambiarlo para siempre.
Ese hombre le iba a enseñar sin saberlo, a redescubrirse. A poder descansar en paz.
Allí estaba, tomando la mano de la señora, enjuagando otra vez sus lágrimas, profiriendo palabras dotadas de una gran teatralidad, casi gimiendo. Era sorprendente, casi mágico. Su madre creía todo. ¡Cómo no iba a hacerlo!
Si hubiese podido, hubiese temblado. Casi de idéntica forma, las mismas frases que había escuchado antes, en horas de la siesta y siendo otro el destinatario, ahora daban forma a sus labios.
Al principio fue difícil. No lo comprendió. Tuvo que esforzarse, puesto que ese hombre era muy diferente a él y a todos los que había visto antes. “Tan diferente, pero tan igual”.
Pasaron semanas, meses, y fue espectador de tantas conversaciones, confesiones, llantos y abrazos, que amó a ese humano.
Era un hombre de poder. Así lo parecía. Y se había hecho poderoso con el correr de los años, en gran parte, gracias a palabras que habían cobrado protagonismo en ese lugar, con él como testigo silencioso.
Aprendió que había tardes que era necesario reír. Otras, que era necesario insultar. Otras más, en las que era mucho mejor callar, y dejar hablar. Otras, en donde las promesas o juramentos, eran la firma de pactos tácitos. Y todas, acompañadas de sus correspondientes expresiones. Por que también eso hacía ese hombre. Podía, si la situación lo requería, dotar de una gran dulzura a su voz. Y también de un gran odio. Sus gestos, eran el postre a semejante banquete. Muchas veces lo imitó, forzosamente, cuando los practicaba.
Esa tarde, cuando finalmente llegó su hora, se fue feliz. A las seis, después del té con un majestuoso caballero, futura víctima de sus dotes, escuchó las últimas palabras de los humanos.
Fue rápido, sin dolor. Repentino. Pero ya estaba preparado. Había visto mucho y había comprendido aún más.
Ese hombre, su maestro, fue también su verdugo. A las seis, después del té, lentamente caminó hacia él. Lo miró. Se miraron. Sus ojos tenían esa expresión de la batalla ganada. La había visto muchas veces ya.
Estaba tan cerca como nunca antes lo había estado. Y sucedió. Nunca supo si fue sin querer, o una parte más de su gran obra. Lo mismo daba. El tropiezo fue breve, corto. Aún así, terminó en el piso, aferrándose a sus bordes, a su silueta, en un intento por evitar la caída, o hacerla más aparatosa.
Sintió quebrarse. Vio las luces lentamente esfumarse, y supo que era el final.
Escuchó su llanto, fingido o no. Nunca lo sabría. Del otro lado llegó el consuelo. Lo último que oyó.
“No te preocupes, es sólo un espejo”
Ahora ya descansaba. Su tiempo había terminado. La misión había sido muy simple. Reflejar, imitar, copiar. La cumplió de la mejor manera. Era fácil para él. Había sido creado para eso.
Ahora sabía el gran poder de los hombres. Su gran arma no eran los rifles, los tanques, los aviones. Su gran arma eran las palabras, los gestos, el llanto, los gemidos.
Su gran arma era que podían imitarlo.
jueves, 13 de mayo de 2010
Yo te vi - Por Julián
Sin más que decir, agradezo las visitas, y les dejo este videito del verano 2010... asadín, truco, fernet, y pianito... tipico, pero no por eso, deja de ser excelente...
viernes, 23 de abril de 2010
Esencia
La vió alejarse a través de los herrumbrados barrotes que lo separaban del resto del mundo. Su figura marchaba lento, casi lastimosamente, mientras él la sentía desaparecer, con un nudo en el pecho y en el alma, porque sabía que nunca más la iba a poseer.
Hacía calor, mucho. El verano suele ser cruel con aquellos que no le son indiferentes, o que no pueden combatirlo. La siesta se difuminaba junto con el canto de las chicharras y algún vehículo furtivo, que rompía con la monotonía del silencio. A él nada de eso le importaba ya. Ella se había ido y no iba a volver, y en su mente sólo resonaban las últimas palabras que alcanzó a escuchar, antes de perderse en sus pensamientos. “Vos no podés seguir así José. Esto ya es demasiado, ya no te puedo seguir esperando más, ya no puedo aguantarme más estas cosas… por favor, olvidate de mí. No me busques más… si papá se entera de que me volvés a buscar, no sé que es lo que puede pasar… ¡Por favor! ¡No digas nada! ¡Olvidate de mí!”
Si fuera tan fácil. ¡Cómo deseaba poder volver atrás! Volver a esa tarde cuando la conoció, mientras bajaba del camión los materiales que habían comprado para el nuevo living. ¿Por qué tuvo que pedirle al jefe que lo deje trabajar un par de horas extras? Si no la hubiese visto nunca, ahora estaría con su mujer, y no en ese lugar. Y mientras más pensaba, más volvía a esas palabras, a esas lanzas que lo tenían clavado y casi no lo dejaban respirar.
Todavía sentía en el aire su perfume, aunque sabía que nunca se lo iba a olvidar. Lo llevaba siempre consigo, desde que ese día pudo acercarse lo suficiente como para saborearlo, antes de cruzar su mirada con ella.
La culpa lo carcomía. Pensaba en Karina, y en Lalo, que con sus siete años ya sabía lo que era salir a la calle y arreglárselas solo. Nunca le pidió nada, porque había aprendido que la poca plata que había en la casa, era para patear, para salir adelante jornada tras jornada. Y él, que nunca les dio nada, a ella le dio todo, incluso lo que jamás iba a conseguir como fletero. Es que ella se lo merecía. Ella le había enseñado lo que era perder la razón por una mujer. Lo que era perder incluso la dignidad. Pero todo lo valía. Era lo más cerca que había estado a un ángel, y todo valía por un segundo de su piel.
“Basta, no quiero que sigas más con esas cosas, vayámonos, estemos juntos” le había dicho tan solo dos días atrás. Ni siquiera lo pensó. Alguien le prestó un “fierro” y así como estaba salió a la calle. ¿Cómo iba a hacer para irse, sin un solo peso en el bolsillo? Debía conseguir lo suficiente para ella y para Lalo. La culpa lo carcomía. Karina sabía cuidarse sola, e incluso le daría la libertad que él sabía que anhelaba.
El camión se negaba a arrancar, como era costumbre, solo pocos sabían como mimarlo hasta que el motor cedía. Nunca llegó a la dirección a la que lo habían mandado. Ya conocía su destino, pero iba a pagar muy caro su improvisación.
Ahora ya era tarde para lamentos. El policía lo vio antes de lo debido y tuvo que jugarse. Era su vida o la de él. Y no dudó.
Hacía calor. En la celda no había ni siquiera ventanas. El no las necesitaba. La siesta se difuminaba junto con el canto de las chicharras, y un gemido sordo rompió la monotonía del silencio.
No hubo nada que hacer. El cuerpo yacía inerte, desangrado, al costado de la cama, y el filo del vidrio ejecutor narraba la escena a quien quiera escucharla. Ya no había vuelta atrás. Ya se había ido a perseguir su perfume, su esencia.
Hacía calor, mucho. El verano suele ser cruel con aquellos que no le son indiferentes, o que no pueden combatirlo. La siesta se difuminaba junto con el canto de las chicharras y algún vehículo furtivo, que rompía con la monotonía del silencio. A él nada de eso le importaba ya. Ella se había ido y no iba a volver, y en su mente sólo resonaban las últimas palabras que alcanzó a escuchar, antes de perderse en sus pensamientos. “Vos no podés seguir así José. Esto ya es demasiado, ya no te puedo seguir esperando más, ya no puedo aguantarme más estas cosas… por favor, olvidate de mí. No me busques más… si papá se entera de que me volvés a buscar, no sé que es lo que puede pasar… ¡Por favor! ¡No digas nada! ¡Olvidate de mí!”
Si fuera tan fácil. ¡Cómo deseaba poder volver atrás! Volver a esa tarde cuando la conoció, mientras bajaba del camión los materiales que habían comprado para el nuevo living. ¿Por qué tuvo que pedirle al jefe que lo deje trabajar un par de horas extras? Si no la hubiese visto nunca, ahora estaría con su mujer, y no en ese lugar. Y mientras más pensaba, más volvía a esas palabras, a esas lanzas que lo tenían clavado y casi no lo dejaban respirar.
Todavía sentía en el aire su perfume, aunque sabía que nunca se lo iba a olvidar. Lo llevaba siempre consigo, desde que ese día pudo acercarse lo suficiente como para saborearlo, antes de cruzar su mirada con ella.
La culpa lo carcomía. Pensaba en Karina, y en Lalo, que con sus siete años ya sabía lo que era salir a la calle y arreglárselas solo. Nunca le pidió nada, porque había aprendido que la poca plata que había en la casa, era para patear, para salir adelante jornada tras jornada. Y él, que nunca les dio nada, a ella le dio todo, incluso lo que jamás iba a conseguir como fletero. Es que ella se lo merecía. Ella le había enseñado lo que era perder la razón por una mujer. Lo que era perder incluso la dignidad. Pero todo lo valía. Era lo más cerca que había estado a un ángel, y todo valía por un segundo de su piel.
“Basta, no quiero que sigas más con esas cosas, vayámonos, estemos juntos” le había dicho tan solo dos días atrás. Ni siquiera lo pensó. Alguien le prestó un “fierro” y así como estaba salió a la calle. ¿Cómo iba a hacer para irse, sin un solo peso en el bolsillo? Debía conseguir lo suficiente para ella y para Lalo. La culpa lo carcomía. Karina sabía cuidarse sola, e incluso le daría la libertad que él sabía que anhelaba.
El camión se negaba a arrancar, como era costumbre, solo pocos sabían como mimarlo hasta que el motor cedía. Nunca llegó a la dirección a la que lo habían mandado. Ya conocía su destino, pero iba a pagar muy caro su improvisación.
Ahora ya era tarde para lamentos. El policía lo vio antes de lo debido y tuvo que jugarse. Era su vida o la de él. Y no dudó.
Hacía calor. En la celda no había ni siquiera ventanas. El no las necesitaba. La siesta se difuminaba junto con el canto de las chicharras, y un gemido sordo rompió la monotonía del silencio.
No hubo nada que hacer. El cuerpo yacía inerte, desangrado, al costado de la cama, y el filo del vidrio ejecutor narraba la escena a quien quiera escucharla. Ya no había vuelta atrás. Ya se había ido a perseguir su perfume, su esencia.
domingo, 10 de enero de 2010
Simplemente el mejor! ANDÁ A BUSCAR EL PAÑUELO!
Si sos como yo, que creciste viéndolo a él y a sus amigos, hacer y deshacer una y mil veces las mismas travesuras... entonces esto es para vos...
Yo lo encontré de casualidad, y me puse a mirar todos y cada uno de los videos de este homenaje, que gracias a Dios, se lo han hecho en vida, y no cuando ya no lo tenemos con nosotros...
Te dejo este pedacito... que es el que me emocionó hasta las lágrimas... porque... quien dice que "llorar no es de machos??"
Si tenés ganas de ver todo el homenaje completo, buscalo en youtube, que está dividido en 9 partes... realmente imperdible, y para guardar para siempre!
Esta es la última parte, cuando una cantante colombiana canta la canción de la vecindad, y lo hace cantar a él... se nota la emoción de la cantante...
Nos vemos!
Yo lo encontré de casualidad, y me puse a mirar todos y cada uno de los videos de este homenaje, que gracias a Dios, se lo han hecho en vida, y no cuando ya no lo tenemos con nosotros...
Te dejo este pedacito... que es el que me emocionó hasta las lágrimas... porque... quien dice que "llorar no es de machos??"
Si tenés ganas de ver todo el homenaje completo, buscalo en youtube, que está dividido en 9 partes... realmente imperdible, y para guardar para siempre!
Esta es la última parte, cuando una cantante colombiana canta la canción de la vecindad, y lo hace cantar a él... se nota la emoción de la cantante...
Nos vemos!
martes, 20 de octubre de 2009
El video que faltaba!
Este es el video del audio que está en una de las entradas más antiguas... simplemente imperdible...
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