Cuando todo era nada, cuando a cada cosa le era asignada la identidad que llevaría a cuestas por el resto de los tiempos, fue ahí cuando empezó.
Nunca encontró la felicidad, aunque la reflejó miles de veces. Por segundos, era dueño de rostros ajenos, aunque después venía el vacío mismo, la ausencia de ser. Era viejo, muy viejo. Había sido creado más de cien años atrás, por encargo de uno de los señores más influyentes de esa época. Era valioso, pero a él eso no le importaba.
Fue consejero silencioso de uno de los más altos linajes del país y su compañía representaba mucho más que una simple herencia. Era el signo de un gran poder. Había mimetizado grandes hombres y mujeres, y siempre lo supo.
Nunca entendió bien a los hombres, hasta su partida. Su gran sabiduría para muchas cosas, se contrastaba con el peor de los pecados. Creerse más que los demás.
Aun así, él siempre los envidió. Ellos eran. Simplemente eso. Eran.
Ese acto tan simple lo trastornaba. Lo torturaba. El también quería ser.
Una noche de las tantas, monótona como todas, su existencia dio un vuelco excepcional. Estaba acostumbrándose a su nuevo hábitat en la sala de reuniones de la casona y lo vio. Él le iba a dar un nuevo significado, iba a revolucionar todo su diminuto mundo.
Comenzó primero sin darse cuenta. Ya no le prestaba atención a los diálogos apagados, porque eran siempre iguales. Con variaciones, pero iguales.
Pero él no. Él era diferente a todo lo que antes había visto. Casi sin querer, logró escucharlo hablar con el que parecía ser su padre. Lo vio secarse los ojos, seguramente mojados a causa de alguna congoja, de las que tanto había contemplado. Lo vio abrazarse, y lo escuchó prometiendo cosas. Cosas insignificantes, pero cosas al fin.
Cayó la tarde, pasaron horas de oscuridad vana. El brillo del candelabro por fin lo sacó del gran sopor en el cual se había visto envuelto. Otra vez él. Esta vez aconsejaba a una bella mujer, su madre. Fue en ese momento en que sucedió. Primero, resonaron palabras huecas, toscas. A medida que iba dándole significado a las frases que iba diciendo, comenzaba a sentir una sensación extraña. Estaba contento, casi feliz. Lo único que opacaba su alegría, era el hecho de volver a comprobar que los hombres nuevamente lo desilusionaban.
Pero eso era algo que sabía, que ya conocía. Lo que estaba transcurriendo en esa sala era lo que iba a cambiarlo para siempre.
Ese hombre le iba a enseñar sin saberlo, a redescubrirse. A poder descansar en paz.
Allí estaba, tomando la mano de la señora, enjuagando otra vez sus lágrimas, profiriendo palabras dotadas de una gran teatralidad, casi gimiendo. Era sorprendente, casi mágico. Su madre creía todo. ¡Cómo no iba a hacerlo!
Si hubiese podido, hubiese temblado. Casi de idéntica forma, las mismas frases que había escuchado antes, en horas de la siesta y siendo otro el destinatario, ahora daban forma a sus labios.
Al principio fue difícil. No lo comprendió. Tuvo que esforzarse, puesto que ese hombre era muy diferente a él y a todos los que había visto antes. “Tan diferente, pero tan igual”.
Pasaron semanas, meses, y fue espectador de tantas conversaciones, confesiones, llantos y abrazos, que amó a ese humano.
Era un hombre de poder. Así lo parecía. Y se había hecho poderoso con el correr de los años, en gran parte, gracias a palabras que habían cobrado protagonismo en ese lugar, con él como testigo silencioso.
Aprendió que había tardes que era necesario reír. Otras, que era necesario insultar. Otras más, en las que era mucho mejor callar, y dejar hablar. Otras, en donde las promesas o juramentos, eran la firma de pactos tácitos. Y todas, acompañadas de sus correspondientes expresiones. Por que también eso hacía ese hombre. Podía, si la situación lo requería, dotar de una gran dulzura a su voz. Y también de un gran odio. Sus gestos, eran el postre a semejante banquete. Muchas veces lo imitó, forzosamente, cuando los practicaba.
Esa tarde, cuando finalmente llegó su hora, se fue feliz. A las seis, después del té con un majestuoso caballero, futura víctima de sus dotes, escuchó las últimas palabras de los humanos.
Fue rápido, sin dolor. Repentino. Pero ya estaba preparado. Había visto mucho y había comprendido aún más.
Ese hombre, su maestro, fue también su verdugo. A las seis, después del té, lentamente caminó hacia él. Lo miró. Se miraron. Sus ojos tenían esa expresión de la batalla ganada. La había visto muchas veces ya.
Estaba tan cerca como nunca antes lo había estado. Y sucedió. Nunca supo si fue sin querer, o una parte más de su gran obra. Lo mismo daba. El tropiezo fue breve, corto. Aún así, terminó en el piso, aferrándose a sus bordes, a su silueta, en un intento por evitar la caída, o hacerla más aparatosa.
Sintió quebrarse. Vio las luces lentamente esfumarse, y supo que era el final.
Escuchó su llanto, fingido o no. Nunca lo sabría. Del otro lado llegó el consuelo. Lo último que oyó.
“No te preocupes, es sólo un espejo”
Ahora ya descansaba. Su tiempo había terminado. La misión había sido muy simple. Reflejar, imitar, copiar. La cumplió de la mejor manera. Era fácil para él. Había sido creado para eso.
Ahora sabía el gran poder de los hombres. Su gran arma no eran los rifles, los tanques, los aviones. Su gran arma eran las palabras, los gestos, el llanto, los gemidos.
Su gran arma era que podían imitarlo.
ea ea pe pe, acá me estoy paseando por tu blog Niquillo, soy Sofi la ñoña de soles jaja, buena onda el blog, ya me estaré leyendo todo en un tiempito porque estoy con muchas lecturas.
ResponderEliminarse vemos por allí!
salutes