Anoche me pasó algo muy raro. Había sido uno de esos días largos, tediosos, donde la noche no es más que un nexo entre el descanso, y la nueva jornada. Nada me hacía ni siquiera imaginar lo que iba a suceder en el momento en que mi mente se dejara llevar por los viajes del sueño. Había algo diferente. Lo noté, pero sin demasiada atención. Cómo todo bicho de pueblo chico, en las breves imágenes que se proyectan como flashes antes de descansar: recuerdos del día pasado, de los compromisos a realizar, etc., también hubo un pequeño rincón para mi tierra natal, mi Chajarí.
Apagué la luz, después de haber programado el celular, en su papel de despertador, y lentamente comencé a dejarme llevar por el silencio, interrumpido a regulares lapsos, por el viento chocando contra la ventana. Estaba por llover y hacía mucho frío.
Me desperté con esa misma sensación extraña. Algo diferente. Además tenía la impresión de no haber dormido lo suficiente, pero ésta es constante y ya conocida.
En la cocina se escuchaban ruidos, y supuse que mi madre ya se había levantado. En efecto, el café con leche ya estaba servido. Al instante reconocí, como otras tantas veces, lo imaginario de mi estado. Pero este sueño no era igual a los demás. Era más bien un recuerdo vívido, en donde los sentidos recogen y enseñan de la misma manera que al estar despierto. Mi casa era diferente. Era la misma, pero diferente a su estado actual. La recorrí con la mirada, sin dejar de sorprenderme por los cambios que se habían ido dando a lo largo del tiempo. Calculé mi edad en base a la disposición de muebles, utensilios, adornos. Tenía 8 años. Pero no me sentía de esa edad, y recordaba incluso, con lujo de detalles, mi completa jornada cordobesa del día anterior. El espejo del baño me devolvió la imagen de una persona adulta, con ojos desorbitados.
Inmediatamente, y casi con desesperación, corrí hasta la puerta trasera que daba al patio. Quería ver si estaba ahí mi refugio de largas siestas. Allí estaba. El galponcito donde mi abuelo guardaba sus cachivaches estaba tan altivo como cuando era una realidad. Pero en ese momento era real. Lo recorrí entero, con un nudo en el pecho, casi al borde de las lágrimas, y en cada uno de los lugares donde mi mirada se detenía, aparecían memorias, y nostalgias.
Estaba extasiado. No quería despertarme más. Sentía dentro de mí volver a nacer ese chico travieso, que incansablemente trepaba a los árboles, imaginaba juegos y disfrutaba de ese momento único, que es ser niño. Recorrí el patio, saludé a las gallinas, que bajo el naranjo, cacareaban como si su tiempo nunca hubiera sido interrumpido. ¡No sabía que hacer! Tenía ganas de recorrerlo todo, de no perderme nada, pero era tanto que no sabía por donde comenzar. De pronto escuché el ruido de una pelota chocando contra una pared, y un grito de gol estrujó mi pecho. ¡El campito! ¡De la alegría no lo había visto! Más de una noche había fantaseado con derrumbar el edificio que había puesto punto final a ese terreno en donde supe ser tan feliz. En donde una pelota y un grupo de chicos crecieron de la mano de la inocencia, y que había terminado por sucumbir ante el progreso del pueblo. Llevé despacio, con un poco de miedo, la vista al alambrado que separaba nuestro terreno, del campito, y ahí estaba el Walter, atajando en el arco que supimos hacer con palos –robados del galponcito de mi abuelo- un día de lluvia. Estuve a punto de saltar para ir a jugar, cuando recordé esa imagen en el espejo. Yo ya estaba viejo. Ya no era un par más, y tuve que conformarme con espiarlos desde el borde de una pared. Estaban todos, Walter, Matías, Gusti y Nicolita, los hermanos, Victor, y Gustavo. ¡Imploré volver a ser de esa estatura! Más de nada sirvió. No podía dejar de mirarlos, y sentí casi como un impulso, la necesidad de contarles quién era yo, y como iban a ser después de muchos años. De cómo iba a ser Chajarí. De decirles que disfruten el triple de ese campito, al que no le quedaban más que unos años, y de decirles a todos, lo feliz que me habían hecho en mi infancia. Mis primeros amigos.
En cierto momento, la pelota cayó a pocos centímetros del alambrado, y no tuve más remedio que alejarme, porque no quería ser el causante de un gran susto.
Volví a casa, a hablar con mis viejos. Quería contarles, quería verlos. Aún en sueños, los tenía cerca. ¡Mi abuelo! ¡Mi abuelo todavía estaba en casa! Corrí, con muchos nervios, hasta la puerta de su habitación, pero no logré entrar. Sabía, en el fondo, que no iba a poder hacerlo. Que ese sueño quizás no estaba destinado a eso.
Di la vuelta, yendo nuevamente por el patio, rodeando la casa para salir por el costado, y sentí el olor del níspero bien maduro. Sin saber como, estaba en plena siesta, e inconscientemente me apuré y comencé a correr. Iba tan rápido que casi no alcanzo a frenar y estuve a muy poco de llevarme por delante el portón naranja. No lo recordaba, pero ahí estaba, junto con el alambre que dividía la vereda del jardín. Ya sabía adonde quería ir y hacía allá me dirigí. En el último instante, recordé algo y quise verlo aunque sea de lejos. Giré la cabeza sin dejar de correr, ya en plena San Martín y Rivadavia, y ahí estaba. El celeste inconfundible del Renault 12 me saludó a lo lejos, y yo, con sus recuerdos, seguí mi camino.
Las calles seguían altivas e inalterables, como si el tiempo no hubiese avanzado. Pero en sus veredas, aparecían aquellas paredes que ya nunca más creí ver. Casas que fueron dando paso a nuevas casas, baldosas que se transformaron en otras baldosas. Y de repente, un abrupto ripio me recibió inalterable, naciendo por sobre la muerte del cemento. Ya llegaría el asfalto en un par de años.
Y mi camino seguía, cada vez con más ansiedad. Hasta que finalmente comencé a escuchar los chirridos regulares de esas viejas hamacas rojas de madera, de esos sube y baja y toboganes altos, tan altos como nunca ví en otros parques. Tan altos que metían miedo a la primera vez, que se hacía una segunda, una tercera y muchas más. Y la arena. La arena que ya había olvidado, que invitaba a revolcarse en ella, transformándose horas más tarde en retos de madre enojada. Ahí estaba el parque, mi parque Tambor de Tacuarí, con su potro de latón, sostenido por despintadas cadenas, y su eterno pasamanos, que hacía más de arco de fútbol, que de pasamanos en sí.
Recorrí su gastado murito, y sentí ganas de arrastrarme por el túnel de tubos, pero el tiempo se iba demasiado rápido, y había tanto por ver.
Aun sentía ese olor a siesta, a infancia, y me ví nuevamente en mi casa. La Pili con su negrura recién estrenada, me reconoció, y la abracé con mucho amor. Sabía que los perros no entienden nuestro idioma, pero no pude evitar darle las gracias por sus quince años del más puro y fiel amor. Y le pedí perdón por no haber estado ahí el día que decidió dejarnos, cansada quizá de sus males.
De pronto escucho un sonido lejano, y que tardé solo un segundo en reconocer. El sonido de la vieja radio transmitiendo fútbol no hizo más que llamarme silenciosamente, y me hallé frente a mi abuelo. Sentado, sonriente, recién afeitado, como cada siesta, con sus lentes y su diario.
-¡Pensé que no te iba a poder ver, abuelo!
-Se te está haciendo tarde, mi nieto…
-Abuelo, ¡te extraño mucho! ¡Te fuiste de golpe!
-Todas estas cosas que viste hoy, fueron para hacerte recordar que muchas veces parecemos tocar fondo, y lo realmente importante son las cosas que uno lleva adentro, y que siempre están en el corazón… son la esencia de la vida… lo que hace a uno como persona, lo que la construye, lo que la forma y le da ser. Nunca te olvides de eso. Cada vez que sientas que no podés más, o que cuesta mucho, está este… tu lugar… y podés volver siempre que necesites. Esto sos vos.
-¡Pero cómo cuesta a veces, abuelo...!
-Así es la vida, m’hijo, pero siempre tenés motivos por luchar, por salir adelante…
El sonido era diferente. Una alarma se encendía en mi conciencia, ganando volumen. No quería abrir los ojos, pues sabía donde iba a despertar. El viento seguía chocando contra la ventana, y el olor a lluvia se dejaba sentir.
Un nuevo día comenzaba, pero ya nada iba a ser igual.
Me sentía diferente. Buscaba aún, encontrarme con viejos recuerdos, pero la realidad me golpeó inevitablemente. Había vuelto.
Me dispuse a vestirme. El café tenía un sabor exquisito, y el aire estaba más puro.
Apurado, casi olvido mis apuntes, que habían quedado en el mueble de mi habitación, y vuelvo rápidamente a buscarlos. Casi al llegar siento una molestia en el pie. Inconscientemente me saco las zapatillas, y una fina hilera de blanca arena me saludó desde el piso.
hermoso amor. se que añoras todas esas cosas y es un recuerdo muy profundo para vos. q lindo q lo hayas podido reflejar en este cuento... te amo
ResponderEliminarnico lo de la pili y don gregorio me hizo lagrimear, es el primer cuento q leo.. y no te puedo creer lo de la arena en el zapato.. q suerte q puedas tener esos sueños. vero
ResponderEliminarAcá sentada en un mar de lagrimas y enredada en tus mismos recuerdos estoy leyendo esto con tus hermanos y cada lagrima que rueda por mis mejillas es un gracias inmenso por que seas asi hijo, sos la ternura y el amor todo junto encerrado en tu cuerpo grande y cálido. Te amo tanto Nico....tanto! Mami
ResponderEliminarHermoso como todo lo que escribís Nicolai, espero que sigas haciendolo siempre, besos
ResponderEliminarMeli
BUENIIISIMO... ME HIZO EMOCIONAR MUCHIIISIMO... SIN DUDA VOY A PASAR MUY SEGUIDO POR ACÁ... FELICITACIONES.... DE MÁS ESTÁ DECIR QUE VOY A COMPARTIRLO...
ResponderEliminaraltos recuerdo nico..te juro que volví a recordar esas tardes de campito y las travesuras que hacíamos....jamas vamos a poder olvidar las macanas que le hacíamos al viejo que nos rompía los bolos....siempre en los momento de reflexión y viendo crecer a mis sobrinos me acuerdo de todos ustedes, de las peleas, de las risas, de indiadas que hacíamos...lastima que la vida nos separo a cada uno para rumbos distintos, pero esos recuerdos siempre nos van a tener unidos..gracias por los mejores años de mi infancia un abrazo...Matias Lissa
ResponderEliminarSon las bases de lo que hoy somos!!! Yo tampoco jamás voy a olvidarme de esas cosas... es más, las llevo tatuadas conmigo... esas siestas de campito, las idas al campo de tu papá (te acordás???), las sandías frías... los helados que hacía tu mamá en los moldes que después congelaba, las mandarinas, los juegos en el galpón del walter, con los cajones, el coleco, las bicis, las bombitas, el paddle en la cancha abandonada de la vuelta de casa, el murito... en fin, tantos y tantos recuerdos que creo que no termino más... los tengo a todos muy presentes y siento muchísima nostalgia, pero a la vez felicidad, por haber tenido esa hermosa infancia...
ResponderEliminarolvidarse jamas...son todos recuerdos imborrables que uno cuando es chico no tiene la noción de lo importante que eran, ahora que ya somos grandes que miramos las cosas de otra forma nos damos de que gracias a esos amigos, al barrio y a lo vecinos hicimos la esencia nuestra y hoy podemos decir lo que somos...por eso ahora que soy grande puedo agradecerte de esos momentos inolvidables y también agradecer a tu familia que siempre estuvo presente...gracias amigo por todo tkm...no tengo duda que algún día nos volveremos a juntar a charlar y a recordar de nuestra infancia....
ResponderEliminarel otro día buscando unas cosas encontré un par de fotos que estábamos juntos ya las voy a subir.... así también las tenes de recuerdo.
subilas!!! Me encantaria tener esos recuerdos!!!! un abrazo!!
ResponderEliminarmuy bueno estuvo tu cuento.... lleno de recuerdos y de nostalgias que seguramente todos tenemos pero que nadie se anima a poner en palabras... te felicito... ahora podés escribir un liibro!!!
ResponderEliminarImperdible. Cuantos recuerdos Nico. Quede boquiabierta con tantos detalles. No vivi de cerca tu infancia pero todos tus recuerdos se hicieron mio cuando nombrabas cada rincon de la casa y el barrio. Simplemente hermoso. Pido permiso para copiar y publicar. Para mi esto es una joya literaria descriptiva de una infancia feliz. Monica
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